Ha empezado la temporada ciclista, no como la queríamos sino como buenamente puede. Como esto va para largo, creo que no vale la pena seguir con un muro de las lamentaciones virtual. Solo agradecer a todas las organizaciones que en el inicio de la temporada han conseguido llevar a cabo carreras. Cuesta encontrar la inspiración para pararme y escribir cuatro comentarios cuando, ya saben, lo que más me inspira es la cara B, es el detalle, es el paisaje. De lo meramente deportivo hay gente que sabe mucho más. Viendo hoy el resumen del Tour des Alpes Maritimes et du Var, con buenos escaladores retorciéndose en las calles empinadas de un pueblo de nombre de cerámica, el síndrome de la pagina en blanco ha saltado por los aires. Que lujo, que alegría para los ojos unas carreras por esos paisajes mediterráneos y no esas carreras de Oriente Medio o de la pampa argentina que parecen extractos de las primeras imágenes de Marte. Porque el paisaje marciano, lunático, plástico o desiértico puede tener su gracia, su curiosidad geológica o antropológica. Pero no va más allá de cinco minutos. Al espectador como yo le gusta cuando el paisaje cambia, y mira allí los almendros aún no están en flor, y tomamos la tele en foto para guardarla y buscar como se llama ese pueblo. Incluso colgarlo en las redes, no me he movido de casa pero he estado virtualmente en ese pueblo provenzal de piedra. Con el virus viajamos poco pero que no falten corazoncitos en nuestro corazón. Porque incluso carreras organizadas por periódicos locales (el comunista La Marsellaise y La Provence) o por clubes ciclistas – a pesar de algunos fallos, mil gracias a esta gente – han entendido que sin belleza no hay tanto interés. El Tour de la Provenza tuvo una etapa que terminaba en Manosque. En Manosque hay una autopista fea, hay un centro comercial feo y hay no muy lejos un centro de investigación nuclear que sale pixelado en GoogleMaps y el parque fotovoltaico más grande de Francia. Pues bien, ni se notó. El espectador terminaba con la sensación que Manosque es bonito, que viva la Toscana francesa, los olivos, los cipreses, los viñedos aún sin brotes y la lavanda aún sin flor. Esa es la magia de la industria turística francesa, tendrán sus cosas pero cutrez poca. Incluso en Besseges los edificios industriales de ese pueblo venido a menos, con sus minas cercanas, no parecen tan horribles y tenían ese encanto de la arqueología industrial.
Las dos únicas carreras que se han disputado en España también eran mediterráneas, han sido la clásica de Almería, terminando en Roquetas de Mar con vistas aéreas al mar de plástico, y la Clàssica València 1969, que terminó entre autovías y polígonos industriales cuando de hecho pasaba por algunas zonas de belleza máxima comparable a las provenzales. La opción francesa es esconder el polvo debajo de la alfombra y del sofá, desviar la vista, enseñar lo bonito, vacilar des del helicóptero de pueblos que son parques temáticos vaciados de autenticidad en algunos casos. Créanme. La opción española no hace ni el más mínimo esfuerzo de escenario cinematográfico. La erosión del paisaje va por barrios pero hay muy poco disimulo y no perciben la cutrez. Uno llega a pensar que no han entendido nada del siglo XXI y La Vuelta llegará en una etapa en la manga del Mar Menor – ya me imagino Jacky Durand hablando del escándalo ambiental en Eurosport – y otra a Cullera. También salen de Santo Domingo de Silos, no todo van a ser desgracias. Que sin ánimo de ofender pero Cullera no es Fayence ni esos pueblos italianos de la Puglia del Giro.
Polígono industrial o postal, ese es el dilema.